¡Pregunta a los misterios invisibles de Dios!
Yo, Señor, sé con certeza que te
amo, no tengo duda en ello. Heriste mi corazón con tu palabra y te amé. El
cielo, la tierra y todas las criaturas que en ellos se contienen por todas
partes me están diciendo que te ame. Y no cesan de decírselo a todos los
hombres, de modo que no puedan tener excusa si lo omiten (cf. Rom 1,20). Pero
el más alto y seguro principio de ese amor es que Tú tienes misericordia,
haciendo que te amen los que reciben tu misericordia…
Pero ¿qué es lo que amo cuando te
amo? No es hermosura corpórea, ni bondad transitoria, ni luz material agradable
a estos ojos; no suaves melodías de canciones, no la gustosa fragancia de las
flores (…). Nada de eso es lo que amo, cuando amo a mi Dios. No obstante, amo
una cierta luz, una cierta armonía, una cierta fragancia, un cierto manjar y un
cierto deleite cuando amo a mi Dios, que es luz, melodía, fragancia, alimento y
deleite de mi alma. Resplandece entonces en mi alma una luz que no ocupa lugar;
se percibe un sonido que no lo arrebata el tiempo; se siente fragancia que no
la esparce el aire. Todo esto es lo que amo cuando amo a mi Dios.
Pero ¿qué es? Yo pregunté a la
tierra y respondió “No soy yo”. Cuantas cosas se contienen en la tierra me
respondieron lo mismo. Pregúntale al mar y a los abismos, y a todos los
animales que viven en las aguas y respondieron “No somos tu Dios, búscalo más
arriba de nosotros”. Pregunté al aire que respiramos y respondió él con los que le habitan. Pregunté al cielo,
Sol, Luna y estrellas, y me dijeron “Tampoco somos nosotros ese Dios que
buscas”. Entonces dije a todas las cosas que por todas partes rodean mis
sentidos “Ya que todas me han dicho que no son mi Dios, díganme algo de él”. Y
con una gran voz clamaron todas: Él es el que nos ha hecho (Sal 99,3).
Fuente: San Agustín (354-430), obispo
de Hipona (África del Norte), doctor de la Iglesia
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