¡Tengamos el corazón ardiente!
Grande es nuestra miseria. Por eso, si permanecemos lejos de Dios, sufrimos poco y ni lo sentimos. Creo que una causa de nuestra tibieza reside en el hecho que en tanto que no hemos gustado a Dios, no podemos saber qué es tener hambre ni qué es estar saciados. Entonces, no experimentamos el hambre de él y, en cambio, nunca estamos saciados de las criaturas. Nuestro corazón permanece frío, se divide entre Dios y las cosas creadas, perezoso, sin fuerzas y sin gusto por las cosas de Dios.
El Señor no quiere a su servicio almas tibias sino corazones abrasados por el fuego que él trajo sobre la tierra (cf. Lc 12,49). Para que ese fuego arda, él se dejó consumir sobre la cruz. Quería que juntáramos la madera de la cruz, con el fin de calentarnos a su llama y responder con amor a su inmenso amor. Es justo que estemos afligidos por una suave herida de amor, cuando vemos que él no solamente fue herido sino que fue puesto a muerte por amarnos. Es justo que seamos el blanco del amor de quien se dio por amor… (…)
Si el fuego empieza a arder en nosotros, tengamos cuidado de protegerlo para que el viento no lo apague. Escondámoslo con la ceniza de la humildad y del silencio, así no se extinguirá. Sobre todo, aproximémonos del fuego que enciende y abrasa, que es Jesucristo nuestro Señor, en el Santísimo Sacramento. Abramos el alma, que es boca del deseo, y vayamos sedientos a la fuente de agua viva.
Fuente: San Juan de Ávila (1499-1569), presbitero, doctor de la Iglesia
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