“Príncipe de la paz” (Is 6,5)
Si los hombres reconocieran la autoridad de Cristo en sus vidas privadas y en la vida pública, se extenderían indefectiblemente sobre la sociedad entera unos beneficios increíbles...una libertad justa, el orden y la tranquilidad, la concordia y la paz... Si los príncipes y los gobiernos legítimamente instituidos estuvieran persuadidos que gobiernan menos en su propio nombre que en nombre y en representación del Rey divino, es evidente que usarían de su autoridad con toda virtud y sabiduría posibles. En la creación y aplicación de las leyes atenderían con esmero al bien común y a la dignidad humana de sus súbditos...
Así, los pueblos disfrutarían de la concordia y de la paz. Cuanto más se extiende un reino, más abraza la universalidad del género humano, más también, -y esto es incontestable-, los hombres toman conciencia de lo que les une entre si. Esta conciencia prevendría y evitaría la mayoría de los conflictos. En todo caso, menguaría su violencia. Entonces ¿por qué, si el reino de Cristo que extiende a todos los hombres, como lo hace en efecto, desesperar de la paz que este Rey pacífico ha traído a la tierra? Ha venido a “reconciliar todo consigo” (Col 1,20); “no ha venido para ser servido sino para servir” (Mt 20,28). Dueño de toda criatura (Ef 1,10) ha dado ejemplo de humildad y ha hecho de la humildad, junto al precepto del amor, su ley principal. El ha dicho: “Mi yugo es suave y mi carga ligera.” (Mt 11,30)
Fuente: Pio XI, papa 1922-1939
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