La fuerza divina que el hombre no
puede tocar, bajó, se envolvió con un cuerpo palpable para que los pobres
pudieran tocarle, y tocando la humanidad de Cristo, percibieran su divinidad. A
través de unos dedos de carne, el sordomudo sintió que alguien tocaba sus
orejas y su lengua. A través de unos dedos palpables percibió a la divinidad
intocable una vez rota la atadura de su lengua y cuando las puertas cerradas de
sus orejas se abrieron. Porque el arquitecto y artífice del cuerpo vino hasta
él y, con una palabra suave, creó sin dolor unos orificios en sus orejas sordas;
fue entonces cuando, también su boca cerrada, hasta entonces incapaz de hacer
surgir una sola palabra, dio al mundo la alabanza a aquel que de esta manera
hizo que su esterilidad diera fruto.
También el Señor formó barro con su saliva y lo extendió sobre los ojos del ciego de nacimiento (Jn 9,6) para hacernos comprender que le faltaba algo, igual que al sordomudo. Una imperfección congénita de nuestra pasta humana fue suprimida gracias a la levadura que viene de su cuerpo perfecto. Para acabar de dar a estos cuerpos humanos lo que les faltaba, dio alguna cosa de sí mismo, igual como él mismo se da en comida [en la eucaristía]. Es por este medio que hace desaparecer los defectos y resucita a los muertos a fin de que podamos reconocer que gracias a su cuerpo «en el que habita la plenitud de la divinidad» (Col 2,9), los defectos de nuestra humanidad son suprimidos y la verdadera vida se da a los mortales por este cuerpo en el que habita la verdadera vida.
Fuente: Efrén de Siria
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