La fiesta nupcial judía, cargada de ritos simbólicos, sirve a Jesús para hablar del Reino de los cielos. Se fija en la ceremonia de recepción y de acompañamiento que hacen las amigas solteras de la novia a la feliz pareja. Con sus lámparas encendidas y su alegría juvenil contribuían, sin duda, a la felicidad de los novios. Todos juntos iban hacia la sala del banquete, inundada de luz y de alegría. Se cerraba entonces la puerta y la noche, oscura y triste, quedaba fuera, en fuerte contraste con la luz y el alborozo que había dentro, en la sala del banquete.
Eso viene a ser el Reino de los cielos, un banquete de bodas reales. En la noche, cuando menos se espera quizá, llegará el esposo, Cristo Jesús, para celebrar por siempre la gran fiesta nupcial. Entonces el que tenga su lámpara encendida, quien tenga su alma en gracia, viva la fe, despierta la esperanza y ardiente la caridad, ese entrará en la sala del Reino, participará de esa fiesta que nunca cesará. En cambio, el que tenga su lámpara sin aceite, quien tenga el corazón seco y frío, quien vista los harapos del pecado, quien duerma el sueño de los indolentes y los frívolos, quien sólo piense en sí mismo, ese se quedará fuera, inmerso en esa oscura noche, sin amanecida posible.
(Fuente nocetnam)
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