Hoy, ante un mundo que ha
decidido darle la espalda a Dios, ante un mundo hostil a lo cristiano y a los
cristianos, escuchar de Jesús (que es quien nos habla en la liturgia o en la
lectura personal de la Palabra), provoca consuelo, alegría y esperanzas en
medio de las luchas cotidianas: «Venid a mí todos los que estáis fatigados (…),
yo os daré descanso» (Mt 11,28-29).
Consuelo, porque estas palabras
contienen la promesa del alivio que proviene del amor de Dios. Alegría, porque
hacen que el corazón manifieste en la vida, la seguridad en la fe de esa
promesa. Esperanzas, porque caminando, en un mundo así de resuelto contra Dios
y nosotros, los que creemos en Cristo sabemos que no todo acaba con un fin,
sino que muchos “fines” fueron “principios” de cosas mucho mejores, como lo
mostró su propia resurrección.
Nuestro fin, para principio de
novedades en el amor de Dios, es estarse siempre con Cristo. Nuestra meta es ir
indefectiblemente al amor de Cristo, “yugo” de una ley que no se basa en la
limitada capacidad de los voluntarismos humanos, sino en la eterna voluntad
salvadora de Dios.
En ese sentido nos dirá Benedicto
XVI en una de sus Catequesis: «Dios tiene una voluntad con y para nosotros, y
ésta debe convertirse en lo que queremos y somos. La esencia del cielo estriba
en que se cumpla sin reservas la voluntad de Dios, o para ponerlo en otros
términos, donde se cumple la voluntad de Dios hay cielo. Jesús mismo es “cielo”
en el sentido más profundo y verdadero de la palabra, es Él en quien y a través
de quien se cumple totalmente la voluntad de Dios. Nuestra voluntad nos aleja
de la voluntad de Dios y nos vuelve mera “tierra”. Pero Él nos acepta, nos
atrae hacia Sí y, en comunión con Él, aprendemos la voluntad de Dios». Que así
sea, entonces.
Fuente: P. Julio César RAMOS
González SDB, (Mendoza, Argentina)
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