“Sígueme, y deja…”
El que de verdad ama a Dios, y el
que de verdad busca el Reino de los cielos,
el que de verdad se arrepiente de sus pecados, y recuerda al juicio a
venir, y ha entrado en el temor de su
propio fin, no amará desordenadamente nada en este mundo. No tendrá más
apego, ni preocupación por el dinero, las riquezas, parientes o la gloria del
mundo, ni por amigos, hermanos o lo que fuere sobre la tierra. Sino que,
habiendo rechazado toda preocupación que concierna todo esto, y más aún su
propia carne, seguirá a Cristo. Lo seguirá desnudo, sin preocupaciones, con
fuerza, mirando sin cesar hacia el cielo, esperando de él toda ayuda, según las
palabras del santo profeta “¡Bendito el hombre que confía en el Señor y en él
tiene puesta su confianza!” (Jer 17,7).
Después de haber abandonado todo
lo que he dicho, siguiendo el llamado no
de un hombre sino del Señor, sería muestra de una gran confusión que nos
preocupáramos por otra cosa que no será
de utilidad cuando lo requiriésemos, es
decir, en el momento de la muerte. Por eso, el Señor expresa “El que ha puesto
la mano en el arado y mira hacia atrás, no sirve para el Reino de Dios” (Lc
9,62). El Señor conoce bien nuestra fragilidad en los comienzos y sabe con qué
facilidad la estadía entre la gente del mundo o sus conversaciones, nos
llevarían de nuevo hacia lo mundano. Por eso cuando uno de sus discípulos le
dijo “Señor, permíteme que vaya antes a enterrar a mi padre”, Jesús le
respondió: “Sígueme, y deja que los muertos entierren a sus muertos” (Mt
8,21-22). (…)
Nosotros, que resolvimos seguir
nuestra carrera con ardor y prontitud, estemos atentos al juicio que el Señor
ha portado hacia los que viven en forma mundana y, aunque vivos, están muertos.
Fuente: San Juan Clímaco (c.
575-c. 650), monje en el Monte Sinaí
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