El Señor le dijo a los Once:
«Estas señales acompañarán a los que crean: en mi Nombre, echarán demonios;
hablarán un nuevo lenguaje; tomarán a las serpientes con las manos y, si beben
un veneno mortal, no les hará daño; le impondrán sus manos a los enfermos, y
los enfermos recuperarán la salud». En la Iglesia primitiva, todos estos signos
que el Señor enumera, no solo los apóstoles, sino también muchos otros santos
los cumplieron al pie de la letra. Los paganos no habrían abandonado el culto a
los ídolos si la predicación evangélica no hubiera sido confirmada por tantos
signos y milagros. De hecho, ¿no eran los discípulos de Cristo los que
predicaban a «un Mesías crucificado, escándalo para los judíos y locura de los
paganos», según la expresión de san Pablo? (1Co 1,23)...
Pero en cuanto a nosotros, ya no necesitamos signos y prodigios: nos basta leer o escuchar la historia de los que estuvieron allí. Porque nosotros creemos en el Evangelio, creemos en lo que cuentan las Escrituras.
No obstante, aún se producen señales todos los días; y si realmente queremos prestar atención, reconoceremos que tal vez éstas tienen más valor que los milagros materiales de otros tiempos.
Cada día los sacerdotes dan el bautismo y hacen llamadas a la conversión: ¿no es eso cazar a los demonios? Cada día hablan un lenguaje nuevo cuando explican las santas Escrituras y reemplazan los antiguos escritos con la novedad del sentido espiritual. Hace huir a las serpientes, cuando quitan lo que une a los corazones de los pecadores con el vicio, por una dulce persuasión...; curan a los enfermos cuando reconcilian a Dios con sus almas inválidas por medio de sus plegarias. Tales eran los signos que el Señor había prometido para sus santos: tales son los que se realizan aún hoy en día.
Fuente: Bruno de Segni
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