«El que Dios envió habla las palabras de Dios, porque da el Espíritu sin medida»
Oh Señor, Dios mío, luz de los
ciegos y fuerza de los débiles, pero al mismo tiempo luz de los videntes y
fuerza de los fuertes, presta atención a mi alma, óyela gritar desde el fondo
del abismo (Sl 129,1). Porque si tú no nos escuchas incluso en el abismo, ¿a
dónde iremos? ¿A quién vamos a dirigir nuestro clamor?
«Tuyo es el día y tuya es la
noche» (Sl 73,16). A un signo tuyo, los instantes se esfuman. Da desde ahora
ampliamente a nuestros pensamientos el tiempo para escudriñar los lugares
escondidos de tu ley y no cierres su puerta a los que llaman a ella (Mt 7,7).
No es sin razón que has querido se escribieran tantas páginas llenas de
oscuridad y misterio. Estas bellas selvas ¿no tienen sus ciervos (Sl 28,9) que
vienen a ella para refugiarse y saciarse, pasearse y alimentarse, acostarse y
rumiar? Oh Señor, condúceme hasta el fin y revélame sus secretos.
Tu palabra es todo mi gozo, tu
palabra es más dulce que un torrente deleitoso. Dame lo que amo, porque amo y
ese amor es un don tuyo. No abandones tus dones, no desdeñes tu brizna de
hierba sedienta. Que yo proclame todo lo que descubriré en tus libros; haz que
«escuche la voz de tu alabanza» (Sl 25,7). Que yo pueda beber tu palabra y
considerar las maravillas de tu ley (Sl 118,18) desde el primer instante en que
has creado el cielo y la tierra hasta el reino eterno contigo en la ciudad
santa.
Fuente: San Agustín (354-430), obispo
de Hipona (África del Norte), doctor de la Iglesia
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