domingo, 14 de julio de 2019

Santo del Día: San Buenaventura


San Buenaventura –Juan de Fidanza– nació en Bañorea (Bagnoreggio), pequeña ciudad italiana en las cercanías de Viterbo. Un hecho milagroso ilumina su niñez como prenuncio de lo que sería su vida. Estando gravemente enfermo, su atribulada madre lo encomendó y consagró a San Francisco de Asís, por cuya intercesión y méritos recuperó la salud. Llegado a los umbrales de la juventud se afilió a la Orden fundada por su bienhechor, atraído, según el mismo Santo confiesa, por el hermoso maridaje que entre la sencillez evangélica y la ciencia veía resplandecer en la Orden Franciscana. En las aulas de la Universidad de París, a la sazón lumbrera del saber, escuchó las lecciones de los mejores maestros de la época a la vez que atendía con ardoroso empeño a su formación espiritual en la escuela del Pobrecillo de Asís. Durante un decenio enseñó en París con aplauso unánime. Y, cuando apenas contaba treinta y seis años, la Orden, reunida en Roma en Capítulo, le eligió por su ministro general el 2 de febrero de 1257. 
A lo largo de dieciocho años viajará incansable a través de Francia e Italia, llegando a Alemania por el norte, y por el sur a España; celebrará Capítulos generales y provinciales y proveerá con clarividencia a las necesidades de la Orden, para entonces extendida por todo el mundo antiguo conocido, en cuanto a la legislación y a los estudios, y sobre todo en cuanto a la observancia de la regla, para la que señaló el justo término medio, equidistante del rigorismo intransigente y de la relajación condenable.
Predicaba con frecuencia impulsado de su celo por el bien de las almas. Papas y reyes, como San Luis, rey de Francia, universidades, corporaciones eclesiásticas y especialmente comunidades religiosas de ambos sexos eran sus auditorios. Los papas le distinguieron con su aprecio, consultándole en cuestiones graves del gobierno de la Iglesia. Gregorio X (1271-76), que por consejo del Santo había sido elevado al sumo pontificado, nombróle cardenal, le consagró obispo él mismo y le retuvo a su lado para preparar el segundo concilio ecuménico de Lyón, en el que el Seráfico Doctor dirigió los debates y por su mano se realizó la unión de los griegos disidentes a la Iglesia de Roma. Fue el remate glorioso de una vida consagrada al bien de la Iglesia y de su Orden.
En los años de docencia en la universidad parisiense escribió comentarios a la Biblia y a las Sentencias de Pedro Lombardo. De la época de su gobierno nos quedan obras teológicas, apologías en que defiende la perfección evangélica y las Ordenes mendicantes de los ataques de sus adversarios, muchos centenares de sermones y opúsculos místicos; algunos, como el Itinerario del alma a Dios, son joyas inapreciables de la mística de todos los tiempos. En sus obras hallamos la síntesis definitiva del agustinismo medieval y la idea de Cristo, centro de la creación, y además la síntesis más completa de la mística cristiana.

Es la unción espiritual que rezuman todas sus páginas. Y no podía ser de otra manera, ya que la ciencia Bonaventuriana no es frío ejercicio de la inteligencia, sino sabiduría, sabor de la ciencia sagrada vivida y practicada. Es, pues, muy comprensible el influjo inmenso del magisterio del santo doctor en la posteridad. Ideas y estímulos han bebido a caño libre en sus páginas maestros de la espiritualidad y almas sedientas de perfección.
En medio de actividad tan desbordante el ministro general de la Orden seráfica fue ascendiendo por las vías de la santidad hasta su cumbre más cimera. No es solamente un teólogo que puede dar razón adecuada de los fenómenos místicos merced a los profundos conocimientos que de la ciencia sagrada posee.
Grandiosa fue la actividad del Santo de Bañorea como sacerdote, como prelado y como sabio. Pero ni la ciencia ni la acción secaron su espíritu. Espoleado de abrasante amor a Dios y al prójimo, vivió una intensa vida interior, savia que empapaba toda su actividad a configurarse con Jesucristo, maestro y Señor.
El 15 de julio de 1274, entregaba a Dios su bendita alma en medio de la consternación y tristeza del concilio, que se había dejado ganar por el irresistible encanto de su personalidad y por la santidad de su vida. El Papa mandó –caso único en la historia– que todos los sacerdotes del mundo dijeran una misa por su alma.


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