El cristiano ama la vida y todos los dones recibidos de Dios, pero es consciente de los bienes supremos. Así lo han comprendido los mártires de toda la historia de la Iglesia, esos hombres y mujeres que fueron capaces de dar su vida con tal de ser fieles a Cristo. Ellos sabían que la profesión pública de su fe en Dios era más importante que nada. Pero el amor a Dios y la reciedumbre de espíritu no se manifiestan solamente en los casos excepcionales. Todos los cristianos necesitamos ejercitarnos en la virtud de la fortaleza, por amor al Señor, en la vida ordinaria. Esta virtud nos ayuda a superar los obstáculos y, cuando no es posible hacerlo, nos brinda la capacidad de resistencia para soportar las dificultades.
Crezcamos todos los días en la fuerza de voluntad, en la perseverancia y en la tenacidad especialmente en la consecución de nuestros propósitos, esto nos permitirá ser fieles al Evangelio en toda circunstancia. Alimentemos también nuestra caridad, de manera que tengamos la disposición y prontitud para hacer cualquier sacrificio por Cristo.
No tengamos miedo de comprometernos en las tareas apostólicas de la Iglesia, no dudemos en elegir un estilo de vida que no siga la mentalidad actual. El Espíritu Santo nos asegura la fuerza necesaria para dar testimonio de la fe y de la belleza de ser cristianos. Las crecientes necesidades de la evangelización requieren numerosos obreros en la viña del Señor: no dudemos en responderle con prontitud a Jesús que nos llama.
(Fuente Nocetnam: Regnum Christi)
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