Jesús tenía un profundo respeto por el templo. Vemos cómo desde pequeño fue presentado por José y María cuarenta días después de su nacimiento; luego, cuando tenía doce años, se quedó en el templo para hacer ver que se dedicaba a los asuntos de su Padre.
Durante su vida oculta, subió allí todos los años al templo con ocasión de la pascua; a lo largo de su vida pública también enseñaba con frecuencia desde el templo, etc. Para Jesús, el templo era como al lugar privilegiado para el encuentro con Dios. Era la casa de su Padre, una casa de oración.
Y nosotros, ¿qué importancia damos a la vida litúrgica, a la relación con Dios? Conscientes de su valor hemos de participar activa y fervorosamente en las celebraciones litúrgicas de forma que sean el alimento de nuestra vida cristiana. La participación en ellas demuestra de manera silenciosa pero elocuente nuestro amor a Dios y a la Iglesia.
Así como Jesús, hemos de caracterizarnos por la vida de oración. El que quiere vivir unido a Dios ha de reservar los tiempos más nobles de la jornada a hablar con Dios. Uno de los hábitos que podemos formar es cultivar la presencia de Dios a lo largo del día, conservando el deseo de agradar a Dios en cada momento. Esto nos permite cumplir la voluntad de Dios con mayor facilidad y nos ayuda a descubrir a Cristo detrás de cada acontecimiento.
Fuente Nocetnam: Regnum Christi
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