La santidad de Dios se ha encarnado en la compasión de Jesús. Él no sólo es bueno, sino que pasó por el mundo haciendo el bien (Hch 10,38).
Acabamos de comenzar a vivir un nuevo Adviento en el que deseamos y esperamos que Él venga, porque es aún mucho lo que queda por sanar: soberbias, envidias, egoísmos, enemistades, hambres, enfermedades, soledades, violencias…; tantos males, en fin, que siguen lacerando el mundo y nuestro propio mundo interior.
Acudimos a Él porque nos sentimos muy limitados a la hora de afrontar los males propios y los ajenos. Las mismas instituciones sociales y políticas que nacieron, al menos teóricamente, para llegar allí donde no llegamos los particulares, se muestran con excesiva frecuencia tan grandilocuentes como ineficaces.
Es importante, no obstante, no perder la confianza, no olvidar nuestras responsabilidades cara al bien común, y mantener la fe y la esperanza en la fertilidad de nuestros dones por pequeños que sean.
De todo esto nos habla la narración de Mateo. En medio del monte y de una gran masa de gente, descuellan dos protagonistas: Jesús, solícito y compasivo, y los discípulos a quienes pide sus siete panes y sus pocos peces que, una vez multiplicados por su bendición y acción de gracias, les encomienda que los repartan a la gente.
Se trata de una comida más de Jesús. Los evangelios han guardado el recuerdo del valor salvífico de esas comidas. En ellas no se trataba solo de satisfacer una necesidad biológica, sino de expandir profundos sentimientos humanos: sentirse comensales, reconocerse los unos a los otros, abrirse a nuevas amistades, compartir recuerdos del pasado y proyectos para el futuro, disfrutar los bienes que Dios crea y conserva para nosotros.
Las comidas de Jesús no son para un grupo selecto de invitados. Incluyen a todos, incluso a los pecadores. Este modo de proceder del Señor escandalizó a muchos: “¿Cómo es que come con los publicanos y los pecadores?” (Mc 2,15-16). Son signos del amor del Padre a los invitados, generando fraternidad.
El otro protagonista, los discípulos. Entregan y reparten, dan y sirven, presentan y comparten: en esos binomios está la médula de la identidad cristiana.Seguimos a Jesús si ponemos en sus manos lo que somos y tenemos, dejándo que Él lo plenifique, y desbordándonos luego en el servicio a los otros.
Las palabras de Jesús cuando toma los dones de los discípulos, da gracias, los parte y los va dando…, nos recuerdan la Eucaristía. Es la más significativa comida de Jesús cuando, cenando con los suyos, les encarga reiterar ese gesto sagrado para recordar cómo había sido su vida y su entrega. Y una invitación para lo que será el banquete del Reino.
Los cristianos acudimos con frecuencia a la Eucaristía, pero necesitamos revalorizar ese encuentro, sin reducir nuestra presencia al cumplimiento de un deber ritual. Es el escenario de un intercambio de dones y de una aceptación de responsabilidades. Una ocasión de experimentar que el Padre sigue queriendo contar con cada uno de nosotros para hacer avanzar su Reino.
¿Creemos que Dios interviene en nuestras vidas para salvarnos, dándonos sentido y proponiéndonos metas, perdonando nuestros fracasos y manteniendo nuestra esperanza en su Reino?
Ante tantas necesidades de nuestros hermanos y hermanas, sin desanimarnos por la poca importancia de lo que cada uno podemos hacer ¿creemos en la solidaridad, con la que Dios nos pone al servicio de todos y multiplica el resultado de nuestras pequeñas entregas?
Fuente: Fray Fernando Vela López, Convento Virgen del Camino (León)














