Hoy iniciamos con toda la Iglesia
un nuevo Año Litúrgico con el primer domingo de Adviento. Tiempo de esperanza,
tiempo en el cual se renueva en nuestros corazones el recuerdo de la primera
venida del Señor, en humildad y ocultación, y se renueva el anhelo del retorno
de Cristo en gloria y majestad.
Este domingo de Adviento está
profundamente marcado por una llamada a la vigilancia. San Marcos incluye hasta
tres veces en las palabras de Jesús el mandamiento de “velar”. Y la tercera vez
lo hace con una cierta solemnidad: «Lo que a vosotros digo, a todos lo digo:
¡Velad!» (Mc 13,37). No es sólo una recomendación ascética, sino una llamada a
vivir como hijos de la luz y del día.
Esta llamada está dirigida no
solamente a sus discípulos, sino a todos los hombres y mujeres de buena
voluntad, como una exhortación que nos recuerda que la vida no tiene sólo una
dimensión terrenal, sino que está proyectada hacia un “más allá”. El ser
humano, creado a imagen y semejanza de Dios, dotado de libertad y responsabilidad,
capaz de amar, tendrá que rendir cuentas de su vida, de cómo ha desarrollado
las capacidades y talentos que de Dios ha recibido; si los ha guardado
egoístamente, o si los ha hecho fructificar para la gloria de Dios y al
servicio de los hermanos.
La disposición fundamental que
hemos de vivir y la virtud que hemos de ejercitar es la esperanza. El Adviento
es, por excelencia, el tiempo de esperanza, y la Iglesia entera está llamada a
vivir en la esperanza y a llegar a ser un signo de esperanza para el mundo. Nos
preparamos para conmemorar la Navidad, el inicio de su venida: la Encarnación,
el Nacimiento, su paso por la tierra. Pero Jesús no nos ha dejado nunca;
permanece con nosotros de diversas maneras hasta la consumación de los siglos.
Por esto, «¡con Jesucristo siempre nace y renace la alegría!» (Papa Francisco).
Fuente: Mons. José Ángel SAIZ Meneses, Arzobispo de Sevilla
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