Hoy nos referimos a todos los santos, en general, no a algún santo canonizado en particular. Es fácil que muchos de nosotros hayamos conocido alguno de estos santos anónimos, sin reconocimiento, ni culto público: algún familiar, alguna persona conocida y admirada, algún compañero, algún maestro, alguna persona de la vida pública, etc. Estas personas a las que hemos admirado por su bondad y por su santidad solían ser personas alegres, no con una alegría bullanguera y desbordante, sino con una alegría interior, llena de paz y bonhomía. Tuvieron problemas y dificultades, sufrimientos y dolores, pero no perdieron nunca la paz y la alegría interior, nunca quisieron devolver mal por mal, sino al revés. ¿Cuál fue la causa de esta paz y de esta alegría interior? Yo creo que, en gran medida, fue la fe honda y profunda que tenían en Dios. Sabían muy bien que en esta vida todo pasa y que, al final, sólo Dios queda, que “al que Dios tiene nada le falta, sólo Dios basta”. Sí, Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz son ejemplos muy conocidos de esto; pero hubo cientos y miles de santos anónimos de los que podríamos decir lo mismo. La fe y la confianza en Dios pueden hacer que una persona esté alegre y contenta, a pesar de los muchos padecimientos que tenga que soportar en esta vida. Hagamos de nuestra fe y de nuestra confianza en Dios una fuente de paz y de alegría, que no se vea nunca nublada por las dificultades de esta vida. Porque, después de todo, como dice la sabiduría popular, “un santo triste es un triste santo”.
(Fuente Nocetnam: Gabriel González del Estal)
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