He enumerado diversos canales de
penitencia, para hacerte fácil, mediante la diversidad de vías, el acceso a la
salvación. Y ¿cuál es entonces este tercer canal? La humildad: sé humilde y te
habrás librado de los lazos del pecado. También aquí la Escritura nos ofrece
una demostración en la parábola del fariseo y el publicano. Subieron —dice— al
templo a orar un fariseo y un publicano. El fariseo se puso a hacer el
inventario de sus virtudes: Yo —dice— no soy pecador como todo el mundo, ni
como ese publicano. ¡Miserable y desdichada alma!, has condenado a todo el
mundo, ¿por qué te metes también con tu prójimo? ¿No te bastaba con condenar a
todo el mundo, que tienes que condenar también al publicano?
¿Y qué hacía el publicano? Adoró con
la cabeza profundamente inclinada, y dijo: ¡Oh Dios!, ten compasión de este
pecador. Y al mostrarse humilde, quedó justificado. Así pues, al bajar del
templo el fariseo había perdido la justicia, el publicano la había recuperado:
las palabras vencieron a las obras. Efectivamente, el fariseo, a pesar de las
obras, perdió la justicia; el publicano, en cambio, se granjeó la justicia por
la humildad de sus palabras. Bien es verdad que la suya no era propiamente
humildad: la humildad, en efecto, se da cuando uno que es grande se humilla a
sí mismo. La actitud del publicano no fue humildad, sino verdad: sus palabras
eran verdaderas, pues él era pecador.
Porque, ¿hay cosa peor que un
publicano? Buscaba sacar partido de las desgracias del prójimo, aprovechándose
de los sudores ajenos; y sin el menor respeto a las penalidades de los demás,
sólo estaba atento a redondear sus ganancias. Enorme era, en consecuencia, el
pecado del publicano. Ahora bien, si el publicano, con todo y ser un pecador,
al dar muestras de humildad, se granjeó un don tan grande, ¿cuánto mayor no lo
conseguirá el que está adornado de virtudes y se comporta con humildad?
Por tanto, si confiesas tus pecados
y eres humilde, quedas justificado. ¿Quieres saber quién es verdaderamente
humilde? Fíjate en Pablo, que era verdaderamente humilde: él el maestro
universal, predicador espiritual, instrumento elegido, puerto tranquilo que, no
obstante su físico modesto, recorrió el mundo entero como si tuviera alas en
los pies.
Mira con qué humildad y modestia se
define a sí mismo como inexperto y amante de la sabiduría, como indigente y
rico. Humilde era cuando decía: Yo soy el menor de los apóstoles y no soy digno
de llamarme apóstol. Esto es ser verdaderamente humilde: rebajarse en todo y
declararse el menor de todos. Piensa en quién era el que pronunciaba estas
palabras: Pablo, ciudadano del cielo, aunque todavía revestido del cuerpo,
columna de las Iglesias, hombre celeste. Es tal, en efecto, la potencia de la
virtud, que transforma al hombre en ángel y hace que el alma, cual si estuviera
dotada de alas, se eleve al cielo.
Fuente: San Juan Crisóstomo, obispo
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