Se parece el reino de los cielos
a un comerciante que va buscando perlas finas. Y al encontrar una de gran
valor, se fue a vender todo lo que tenía y la compró. La pregunta es por qué se
pasa del número plural al singular: el comerciante buscaba perlas de calidad, y
se encuentra con una de gran valor, vendiendo todo lo que tenía para comprarla.
Podría tratarse de alguien que buscando hombres buenos, con los cuales pasar la
vida de una forma laudable, se encuentra con el que los supera a todos, el sin
pecado (Cf 2Co 5,21), mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús
(Cf 1Tm 2,5). O bien podría tratarse de uno que anda a la búsqueda de
mandamientos, para observarlos y tener un buen comportamiento con los hombres,
y se encuentra con el amor al prójimo, que en palabras del Apóstol, él solo
resume todos los mandamientos. Porque el no matarás, no cometerás adulterio, no
robarás, no darás falso testimonio y cualquier otro mandamiento son como perlas
que se contienen todas en esta sola frase: Ama a tu prójimo como a ti mismo (Rm
13,9). O quizá se trate de alguien que está a la búsqueda de buenos conceptos,
y se encuentra con aquel que los contiene a todos: la Palabra que existía en el
principio, que estaba con Dios, que era Dios (Cf Jn 1,1); la Palabra luminosa
con el esplendor de la verdad, sólida con la firmeza de la eternidad, y en todo
semejante a sí misma por la belleza de la divinidad; aquella Palabra que es
Dios para quienes logren penetrar más allá del caparazón de la carne. El hombre
de la parábola ya había conseguido la perla, que por algún tiempo estuvo
escondida bajo la cobertura de la mortalidad, como bajo un obstáculo de duras
conchas, en lo profundo de este mundo, y oculta entre la dureza pétrea de los
judíos. Este hombre, digo, ya había conseguido la posesión de la perla, cuando
dice: Y aunque antes habíamos conocido a Cristo según la carne, ahora ya no lo
conocemos así (2Co 5,16) . Porque ninguna concepción merece en absoluto el
nombre de perla, si no se consigue eliminar de ella todas las envolturas
terrenas que la están cubriendo, sea por la palabra humana o por las semejanzas
con que se la envuelve. Sólo así se puede llegar a ver este concepto con
pureza, solidez, en nada diferente de sí mismo y con total certeza. Todos los
demás conceptos verdaderos, estables, perfectos, están contenidos en ese único,
por medio del cual fueron creadas todas las cosas, es decir, la Palabra de Dios
(Cf Jn 1,3). Cada una de estas tres interpretaciones, o cualquiera otra que se
nos pueda ocurrir, y que esté bien significada con el nombre de la única y
preciosa perla, tiene el precio de nosotros mismos. Y no somos capaces de
llegar a poseerla, si no es consiguiendo nuestra liberación mediante el
desprecio de todo lo temporal que poseemos. Vendiendo todas nuestras cosas,
ningún precio mayor recibimos por ellas que a nosotros mismos. Cuando estábamos
implicados en todas ellas, no éramos dueños de nosotros. Entreguémonos, pues, a
cambio de tal perla, no porque ése sea su valor, sino porque ya más no podemos
dar.
Fuente: San Agustín, obispo
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