Recibamos al Señor que nos
santifica
Cuando Jesús da el pan y el vino consagrado a sus discípulos, dice: “Este es mi Cuerpo… Esta es mi Sangre” (Mt 26,26.28). (…)
El pan está hecho con numerosos granos de trigo reducidos a harina, amasada con agua, terminado todo con la cocción por el fuego. Ya podemos ver en esto la prefiguración del Cuerpo de Cristo. Sabemos que ese Cuerpo único está constituido por la multitud de todo el género humano y unido por el fuego del Espíritu Santo.
Jesús nace del Espíritu Santo. Ya que debía cumplir toda justicia, entró en el agua del bautismo del Jordán para consagrarla. Cuando salió del Jordán, el Espíritu Santo se vio sobre él en forma de paloma. El Evangelio lo atestigua “Jesús, lleno del Espíritu Santo, regresó a las orillas del Jordán” (Lc 4,1).
La sangre de Cristo es un vino que fluye del lagar de la cruz, extraído de los abundantes racimos de la viña que Jesús ha plantado. Él lo elabora con su propia virtud, en las ánforas que son los corazones fieles que la beben.
Nosotros, que salimos de la empresa del Faraón de Egipto -el diablo-, recibamos el sacrificio de la Pascua del Salvador con el ferviente deseo religioso de nuestro corazón. Así, lo más íntimo de nuestro ser será santificado por nuestro Señor Jesucristo, que creemos presente en sus sacramentos. Su fuerza inestimable permanece por la eternidad.
Fuente: San Gaudencio de Brescia (¿-c. 406), obispo
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