“En el mundo tendréis luchas; pero tened valor, yo he vencido al mundo.”
Las familias, los grupos, los
estados, la comunidad internacional misma tienen que abrirse al perdón para
reanudar los lazos rotos, para ir más allá de las situaciones de condena
recíproca, para vencer la tentación de excluir a los demás negándoles toda
posibilidad de apelación o recurso. La capacidad de perdón está en la base de
todo proyecto de una sociedad futura más justa y más solidaria.
Negar el perdón, al contrario,
sobre todo si es para mantener los conflictos, tiene repercusiones
incalculables para el desarrollo de los pueblos. Los recursos se consagran a la
carrera de armamentos, a los gastos de guerra o para enfrentarse a las
represalias económicas. Así faltan los medios económicos necesarios para el
desarrollo, la paz y la justicia. ¡Cuánto sufrimiento hay en la humanidad
porque no sabe reconciliarse, qué atrasos porque no se sabe perdonar! La paz es
la condición del desarrollo, pero una paz verdadera no es posible sin el
perdón.
La propuesta del perdón no es
algo que se admite por su evidencia o que se acepte fácilmente. En ciertos
aspectos, es un mensaje paradójico. En efecto, el perdón comporta siempre, a
corto plazo, una pérdida aparente, mientras que, a largo plazo, propicia un
beneficio real. Con la violencia pasa exactamente lo contrario. La violencia opta
por un beneficio a corto plazo, pero prepara para un futuro lejano una pérdida
real y permanente. El perdón podría parecer una debilidad. En realidad, tanto
para el que lo pide como el que lo concede, hace falta una fuerza espiritual
grande y un coraje moral a toda prueba. Lejos de disminuir a la persona, el
perdón la conduce a un humanismo más profundo y más rico, la capacita para
reflejar en ella un rayo del esplendor del Creador.
Fuente: San Juan Pablo II
(1920-2005), papa
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