«Convertíos, porque el Reino de los Cielos ha llegado» (Mt 4,17).
1. […]el redescubrimiento del
sacramento de la penitencia en su significado profundo de encuentro con él, que
perdona mediante Cristo en el espíritu (cf. Tertio millennio adveniente, 50).
Son varios los motivos por los
que urge en la Iglesia una reflexión seria sobre este sacramento. Lo exige,
ante todo, el anuncio del amor del Padre, como fundamento del vivir y el obrar
cristiano, en el marco de la sociedad actual, donde a menudo se halla ofuscada
la visión ética de la existencia humana. Si muchos han perdido la dimensión del
bien y del mal, es porque han perdido el sentido de Dios, interpretando la
culpa solamente según perspectivas psicológicas o sociológicas. En segundo
lugar, la pastoral debe dar nuevo impulso a un itinerario de crecimiento en la
fe que subraye el valor del espíritu y de la práctica penitencial en todo el
arco de la vida cristiana.
2. El mensaje bíblico presenta
esa dimensión penitencial como compromiso permanente de conversión. Hacer obras
de penitencia supone una transformación de la conciencia, que es fruto de la
gracia de Dios. Sobre todo en el Nuevo Testamento la conversión es exigida como
opción fundamental a aquellos a quienes se dirige la predicación del reino de
Dios: «Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15 cf. Mt 4,17). Con estas
palabras Jesús inicia su ministerio y anuncia la plenitud de los tiempos y la
inminencia del reino. El «convertíos» (en griego, metanoete) es una llamada a
cambiar el modo de pensar y actuar.
3. Esta invitación a la
conversión constituye la conclusión vital del anuncio que hacen los Apóstoles
después de Pentecostés. En él, el objeto del anuncio es explicitado plenamente:
ya no es genéricamente el «reino», sino la obra misma de Jesús, insertada en el
plan divino predicho por los profetas. Después del anuncio de lo que aconteció
en Jesucristo muerto, resucitado y vivo en la gloria del Padre, hacen una apremiante
invitación a la conversión, a la que está vinculado también el perdón de los
pecados. Todo esto queda claramente de manifiesto en el discurso que Pedro hace
en el pórtico de Salomón: «Dios ha dado así cumplimiento a lo que había
anunciado por boca de todos los profetas, la pasión de su Ungido. Arrepentíos,
pues, y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados» (Ac 3,18-19).
En el Antiguo Testamento, este
perdón de los pecados es prometido por Dios en el marco de la nueva alianza,
que él establecerá con su pueblo (cf. Jr 31,31-34). Dios escribirá la ley en el
corazón. Desde esa perspectiva, la conversión es un requisito de la alianza
definitiva con Dios y, a la vez, una actitud permanente de aquel que, acogiendo
las palabras del anuncio evangélico, entra a formar parte del reino de Dios en
su dinamismo histórico y escatológico.
4. En el sacramento de la
reconciliación se realizan y hacen visibles mistéricamente esos valores
fundamentales anunciados por la palabra de Dios. Ese sacramento vuelve a
insertar al hombre en el marco salvífico de la alianza y lo abre de nuevo a la
vida trinitaria, que es diálogo de gracia, comunicación de amo del Espíritu
Santo.
Fuente: San Juan Pablo II, papa
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